Los Héroes: Epic Fail.

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Cualquier manual de literatura nos puede decir que la épica es un género literario cercano al mito, consagrado a narrar las hazañas de los héroes, esas personas humanas desproporcionadamente resueltas que son capaces de superar las situaciones más desesperadas a fuerza de valor o astucia. Un examen somero de esta tradición nos pone en condiciones de afirmar que la vida del héroe transcurre normalmente próxima al oficio de las armas y, por extensión, a la guerra. Las guerras reales e imaginarias han sido los escenarios predilectos de la narración épica; las Cruzadas y la Guerra de Troya, por ejemplo, parecen haber sido formidables viveros de héroes, por lo que hemos leído por ahí. Esta fijación con la cosa bélica es, sin duda alguna, la razón por la que la épica gozó de mayor consideración en épocas y civilizaciones en las que la opinión generalizada coincidía con la que Cervantes pone en boca de Alonso Quijano en el célebre discurso del Quijote sobre las armas y las letras:

Tenga a felice ventura el haber salido de la corte con tan buena intención como lleva, porque no hay otra cosa en la tierra más honrada ni de más provecho que servir a Dios, primeramente, y luego a su rey y señor natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se alcanzan, si no más riquezas, a lo menos más honra que por las letras, como yo tengo dicho muchas veces; que puesto que han fundado más mayorazgos las letras que las armas, todavía llevan un no sé qué los de las armas a los de las letras, con un sí sé qué de esplendor que se halla en ellos, que los aventaja a todos.

Nuestra época, sin embargo, vacunada en mayor o menor medida por el marxismo y curada de ilusiones por los espantos de dos guerras mundiales, no comparte el entusiasmo de los antiguos por los hechos de armas, y tiende a ver en la guerra una ocasión más trágica que gloriosa, primando la denuncia sobre la épica en su representación literaria. No queremos sugerir con esto que el siglo XX y lo que llevamos del XXI hayan estado cortos de producción épica. Lo contrario es más bien el caso, y en los últimos ciento y pico años hemos visto géneros enteros consagrados a ella, como pudo ser el western o el cine bélico clásicos, el cómic de superhéroes no se entendería sin épica y la ciencia ficción de las edades de oro y plata ha abundado en batallas intergalácticas y proezas individuales sin cuento. El caso es que estos textos nunca han sido tenidos en cuenta a la hora de elaborar los cánones literarios, han quedado relegados al cajón del entretenimiento, la literatura pulp o, pero aún, la literatura juvenil, entendidos todos estos términos en las acepciones más negativas que sean ustedes capaces de imaginar. Fíjense si no como los géneros arriba citados evolucionan a lo largo de todo el periodo, librándose de la ingenua épica y transformándose en versiones más sofisticadas, adultas y respetables de ellos mismos.

Todos los textos condenados al cajón del entretenimiento han sufrido el desprecio de la cultura oficial, que nunca los consideró suficientemente bien escritos, interesantes o educativos. Buenos, tal vez, como placer culpable o como forma de prender la llama de la lectura en adolescentes reticentes, pero en todo caso sospechosos. Algo pasa si el adolescente en cuestión alcanza determinada edad y sigue enganchado a las historias de vaqueros o a los cómics de Marvel en lugar de dar el salto a la novela gráfica de autor y a la literatura seria, que es lo mismo que decir la novela realista, entendida como tal aquella en la que pasan cosas que pueden pasar de verdad.

Épica eres tú.
Épica eres tú.

Este estigma del realismo, que, además, pesa especialmente en un país como el nuestro, hace que ninguno de los géneros del cajón haya soportado tanto desprecio como la fantasía y, sobre todo, esa desafortunada confluencia que es la fantasía épica. No es sólo que cuente con la desaprobación de los académicos (esto sería igual de cierto de la novela de detectives o la ciencia ficción, al menos hasta cierto punto), sino que encima tiene que soportar que la miren por encima del hombro los consumidores de otros géneros populares como la ciencia ficción.

Gardner Dozois, que de esto sabe un rato, reflexiona sobre este fenómeno en la introducción de su antología Modern Classics of Fantasy y allí aprendemos que, mientras la ciencia ficción era un genero establecido, si no respetado, en el mercado editorial yanqui de los cincuenta, la fantasía no contaba casi con plataformas editoriales, hasta el punto de que los escritores que tenían la mala fortuna de haber escrito un relato fantástico solían recurrir al artificio de disfrazarlo de ciencia ficción metiendo un par de pistolas de rayos y transformando a los gólems en robots. Sprague de Camp, Poul Anderson o Leigh Brackett fueron pioneros en esto, pero la trampichuela llega tan lejos como a los años setenta, en los que el bueno de Roger Zelazny publico como ciencia ficción su serie de los Príncipes de Ámbar, que es fantasía desde casi cualquier ángulo que la miremos.

Los motivos de esta situación hay que buscarlos nada menos que en la carrera espacial y, más en general, en la Guerra Fría, una situación geopolítica incómoda que hizo pensar a los responsables públicos estadounidenses que había que potenciar la vocación científica entre la chavalería y producir de este modo una generación de mad doctors y ultraingenieros capaces de colonizar la galaxia y producir las armas de destrucción más masiva posible en nombre de las barras y estrellas. La ciencia ficción era ya un género inmensamente popular entre la juventud y parecía, a juicio de fabulosos expertos en educación, idóneo para despertar inquietudes juveniles, siendo como era, al menos en su versión primigenia de la epopeya científica wellsiana, nada menos que una narración épica protagonizada por científicos en la que el cerebro, y no el músculo, era el encargado de desfacer los entuertos. De todo esto cristalizó un discurso legitimador sobre la ciencia ficción que aún hoy colea. Según se decía, la ciencia ficción tenía asombrosas cualidades proféticas, y, si no predecía directamente los tiempos por venir, al menos acostumbraba a la mente a pensar en términos progresivos y tecnológicos, preparándola para el inevitable shock del futuro. La ciencia ficción, además, permitía instruir deleitando y los jóvenes se familiarizaban con conceptos tan básicos y necesarios como los satélites o las estrellas de neutrones, haciendo así inmensamente felices a sus profesores de ciencias. Frente a esto, claro, las aventuras de un Conan o los delirios de un Lord Dunsanny sólo podían aparecer como una lectura escapista e intrascendente.

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Hasta que, con la llegada de El Señor de los Anillos, todo cambió, excepto que, err, no cambió demasiado. Sí, es verdad que la obra de Tolkien gozó de gran éxito entre los jipis, y también lo es que, a raíz de ello, comenzaron a publicarse interminables sagas de fantasía (abiertamente) épica, una tendencia que vendría a afianzarse finalmente en los ochenta, gracias al éxito de las pelis de Conan y a la moda del Dungeons and Dragons, pero no es menos cierto que todo esto contribuyó a forjar no pocos estereotipos infamantes sobre los aficionados al género que cumplen la función de mantener al gran público alejado, o, al menos, la cumplían.

Estamos hablando del un post-adolescente que puede alcanzar tranquilamente la edad de cuarenta años, profundo desconocedor en sentido bíblico de la hembra de la especie y objetivo preferente de profesores de gimnasia y otros abusones. A lo mejor tiene alguna tara física, tipo ir en silla de ruedas, y, por descontado, lleva gafas de culo de vaso en justo castigo por las horas pasadas leyendo las Crónicas de la Dragonlance. Todo un modelo de masculinidad para los tiempos que corren.

Hazañas Bélicas

Todo esto era bastante cierto hasta hace poco, pero ahora, un poco a causa del éxito de las novelas de George R.R. Martin y sobre todo, no nos engañemos, de su adaptación televisiva, parece que la fantasía épica ha llegado a ser, si no algo cool, al menos algo lo que se puede hablar en público sin perder de golpe todos los puntos de reputación, y, mientras esperamos lo que, vaticino, será una auténtica avalancha de Daeneryses del Carmen inscritas en el Registro Civil, no resulta raro sorprender a los paisanos en el bar arreglando la política de los Siete Reinos.

La responsable de este lavado de cara, es la nueva moda de lo que los anglosajones llamarían gritty fantasy, y que aquí podríamos traducir como fantasía sucia, una variedad que no escatima con el sexo y la violencia, logrando para el género de los magos y los dragones lo mismo que logró el Watchmen de Alan Moore para los pijamas y las capas, es decir, interesar a un público más amplio y de mayor poder adquisitivo, atraer la atención de críticos y revistas de tendencias y, en general, que a uno no le dé vergüenza ir leyendo un libro de espadas en el transporte público.

El entusiasmo dista mucho de ser unánime: últimamente se ha desatado una vana polémica en internet entre los nostálgicos de la fantasía blanca y pura de antaño, que se refieren a la nueva variedad con el término despectivo de grimdark (que, por cierto, como etiqueta mola bastante), y los partidarios de la fantasía sucia, que son legión y procedentes de campos absolutamente ajenos a esta tradición en muchos casos. Decimos que es una polémica vana porque aunque, en realidad, siguen escribiéndose toneladas de fantasías clásicas (véanse las últimas obras de Brandon Sanderson), a pie de librería, la fantasía sucia muestra un potencial comercial muchísimo mayor y la envidiable capacidad de comercializarse a través de canales no necesariamente vinculados al género y por lo tanto libres de asociaciones mentales indeseables. Todos estos datos no los he consultado, faltaría más, sino que los estoy deduciendo de la tendencia editorial a sacar las novelas nuevas de fantasía con una cita elogiosa de Martin en la portada, una en la que, habitualmente, el de Jersey ensalza las rudas virtudes del texto en cuestión.

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¿Por dónde decís que se fue Leo Grin?

Las novelas de Joe Abercrombie, que se ha pronunciado recientemente sobre la polémica con su habitual elocuencia, han llegado a nosotros de esa manera. Aunque las primeras tres novelas las edito Alianza en su colección Runas con una traducción leísta de juzgado de guardia, ahora parecen haber llegado a la conclusión de que las novelas de Abercrombie merecen mejor trato o, al menos, una traducción gramaticalmente correcta, la última firmada por un solvente Raúl Sastre.

Los Héroes es la quinta novela de Joe Abercrombie ambientada en el mundo creado para la Trilogía de La Primera Ley. Si ésta ofrecía la versión actualizada de la épica ya clásica de El Señor de los Anillos con unos cuantos giros inesperados (“Think of a Lord of the Rings where, after stringing you along for thousands of pages, all of the hobbits end up dying of cancer contracted by their proximity to the Ring, Aragorn is revealed to be a buffoonish puppet-king of no honor and false might, and Gandalf no sooner celebrates the defeat of Sauron than he executes a long-held plot to become the new Dark Lord of Middle-earth” del artículo de Leo Grin linkado más arriba: un gran resumen que contiene, además, buenos argumentos de venta ) y La Mejor Venganza tonteaba con el thriller, Los Héroes se lanza de cabeza a las entrañas del género bélico (aún queda otra por aparecer en castellano, Red Country, donde Abercrombie hace lo mismo con el western). Y cuando digo “género bélico” no piensen en las películas de honestos chicos de Kansas que combaten a los nazis en la Francia ocupada, piensen más bien en el tipo de películas que se suelen rodar sobre la guerrra del Vietnam porque lo que tenemos entre manos es una novela que, entre otras muchas cosas, denuncia el absurdo de la guerra, aunque sea una guerra inventada y no haya muerto en ella ninguna persona de carne y hueso.

La Unión, con capital en Adua, es la potencia hegemónica en el mundo de Abercrombie. Aunque está empezando a adentrarse en la Modernidad ( La Unión apunta maneras de Estado centralizado y la pólvora juega un papel fundamental en su política de seguridad), está rodeada por territorios mucho más asilvestrados, como puedan ser las Tierras del Norte, en las que persiste un sistema feudal próximo al de los clanes guerreros. Las relaciones diplomáticas entre los civilizados unionistas y sus salvajes vecinos han sido buenas y malas, según soplaran los vientos de los intereses estratégicos de la Unión, pero, en el momento del comienzo de la novela, llevan años enzarzados en una guerra que se mantiene en punto muerto por conveniencia. Los dos bandos están interesados en precipitar los acontecimientos, y el azar ha decidido que ambos ejércitos se enfrenten a muerte en una batalla “definitiva” en la que la posición en juego no es otra que un monumento megalítico, los Héroes del título, de escaso interés estratégico.

La narración nos sitúa en el punto de vista de los protagonistas del conflicto, desde soldados de a pie hasta altos oficiales, a los que acompañamos durante los tres días que dura la batalla, aunque Abercrombie no tiene reparos en introducir otros puntos de vista narrativos, en ocasiones tan fugaces que apenas llegan a un par de páginas, si la ocasión lo requiere. Los capítulos de las batallas propiamente dichas están compuestos con esta técnica de POV flotante y alcanzan resultados espectaculares: la narración adopta el punto de vista de un soldado en el campo de batalla hasta que es asesinado, entonces el punto de vista cambia a su asesino y lo acompaña hasta que éste encuentra su muerte y así sucesivamente durante páginas y páginas. Pocas veces hemos visto un recurso narrativo más simple y, a la vez, más efectivo para retratar la guerra como una situación esencialmente absurda y falta de progresión dramática, aunque si esta virguería le sale como le sale a Abercrombie es en gran medida por su justamente reconocida habilidad para crear personajes memorables que aquí se basta con un par de pinceladas para darles la suficiente vida como para que al lector no le resulte indiferente su muerte un par de páginas más adelante.

Vamos a cantar la del oso y la doncella.
Vamos a cantar la del oso y la doncella.

Claro que si en algo brilla el talento de Abercrombie es en el desarrollo de personajes a largo plazo. Aquí aparecen algunos viejos conocidos de las novelas anteriores, lo que siempre es una buena noticia para los fans, como por ejemplo un Caul Shivers que se ha vuelto cruel y despiadado tras los sucesos narrados en La Mejor Venganza, o Bremen Dan Grost, el espadachín caído en desgracia que retorna aquí tras su breve aparición en La Voz de las Espadas para convertirse casi diríamos en el personaje revelación de Los Héroes. Para la caracterización de los secundarios, Abercrombie toma prestados agradecidos arquetipos del género bélico: los oficiales ineptos,los políticos corruptos y desalmados, los soldados veteranos y los novatos sedientos de sangre que descubren demasiado tarde que aquello no es lo suyo, los cobardes declarados que se las arreglan para no entrar en combate jamás de los jamases, los inadaptados que descubren al fin su vocación en el oficio de matar y los que parecían llamados por un destino heroico y al final acaban volviendo al barro de la forma menos ceremoniosa… lo que no hay son héroes.

Y todos estos personajes hablan, claro. Abercrombie es un auténtico maestro escribiendo diálogos memorables, y uno de los pocos defectos que se le pueden señalar es que, a veces, se deja llevar por este talento suyo y nos damos cuenta de que llevamos un buen rato leyendo una conversación que no cumple mayores funciones que la ser increíblemente ingeniosa. A veces, esta pasión por hacer hablar a sus criaturas, lo lleva a escribir monólogos como el que citamos a continuación, y en el que se resume de manera admirable el intríngulis, no sólo de Los Héroes, sino de una gran parte de la fantasía épica que se escribe hoy día:

  Miren. Deben tener en cuenta que las personas se comportan de manera estúpida casi todo el tiempo. Los viejos cuando se emborrachan. Las mujeres en las ferias de las aldeas. Los chavales cuando les lanzan piedras a los pájaros. Así es la vida. Está repleta de necedad y vanidad, de egoísmo y derroche. De mezquindad y tontería. Pero creen que en la guerra eso va a ser distinto, que va a ser todo mucho mejor. Que como la muerte aguarda a la vuelta de cada esquina, todos se unirán frente a las adversidades y juntos combatirán al astuto enemigo, que la gente pensará más, mejor y más rápido. Que todo sera… mejor. Que serán héroes.(…)

Pues no. Todo sigue igual. De hecho, por culpa de tanta presión, de tantas preocupaciones y de tanto miedo es todo mucho peor. Hay muy pocos hombres que piensen con mayor claridad cuando hay tant en juego. Por eso, la gente se comporta de forma más estúpida en una guerra que durante el resto del tiempo. Siempre están pensando en cómo esquivar las culpas, o cómo alcanzar la gloria, o como salvar el pellejo, en vez de en elgo que realmente sirva para algo. No hay otro trabajo en donde se perdone más la estupidez que el de soldado. Ningún otro trabajo la fomenta más.

Por último, y como percibo en ustedes la ambición de escribir un bestseller que desbanque a Canción de Hielo y Fuego en las listas de ventas, por no hablar de los editores, que andan como locos por procurarse un escritor tipo Martin para sus catálogos, voy a sintetizar los rasgos esenciales de cualquier fantasía épica contemporánea que se vista por los pies al estilo de los fabulosos redactores de los suplementos dominicales en el siguiente

 DECÁLOGO DE LA FANTASÍA SUCIA:

¿Cansado de frotar la armadura hasta dejarla como nueva?
¿Cansado de frotar la armadura hasta dejarla como nueva?

Practica algo de limpieza étnica. Una de las peculiaridades de la fantasía clásica que resultan más molestas para el público en general es la presencia de diferentes razas, como los orcos o los odiosos elfos. Cárgatelos. Hazlos desaparecer. Deja bien claro que, si alguna vez existieron en tu mundo, hace mucho tiempo que fueron exterminados por los emprendedores humanos. Ten en cuenta que la mayor parte de tus lectores van a ser humanos.

Por lo que hemos visto en las novelas de Andrzej Sapkowski y en los videojuegos de la serie Dragon Age, también vale si los elfos existen, pero están puteados a más no poder. Esclavízalos, mételos en guetos o hazlos vivir en pequeños reductos en los límites de la civilización. La inquina del aficionado medio hacia esos orejudos es fuerte y así lo exige.

Viola unas cuantas doncellas. No dudamos que un paseo a la luz de la luna de la mano de su amada pueda ser inmensamente satisfactorio para un caballero, pero nos atrevemos a dar por seguro que la mayor parte de los guerreros elegirían pasatiempos algo más intensos tras un largo día reventando cráneos en las minas de Moria. La mayor parte de tus personajes van a ser soldados embrutecidos por las largas marchas y la corta expectativa de vida y es de esperar que se comporten como corresponde tras una buena batalla: incendiando cosechas, saqueando aldeas y violando a las lugareñas.

Dejando a un lado el tema de los abusos sobre la población civil (al que volveremos más tarde), es importante que tus personajes estén tan obsesionados por el asunto del fornicio como cualquier hijo de vecino y, por lo tanto, deben pensar frecuentemente en el sexo, hablar de sexo con todo detalle y practicarlo en la medida de lo posible.

Ensucia. En la Edad Media la gente carecía de las más rudimentarias nociones de higiene. Las calles de las ciudades no estaban asfaltadas y por ellas circulaba un tráfico constante de caballos y bueyes. Las personas, suponemos, hacían sus necesidades en palanganas, pero luego, ante la ausencia de instalaciones sanitarias, procedían a arrojar su contenido alegremente a la vía pública. Por todo esto cabe suponer que la típica calle de una ciudad medieval contendría más mierda por centímetro cúbico que una tarta de Ikea, y, si aspiran a alguna clase de realismo, las calles de las ciudades de tu mundo inventado deberían estar también bastante sucias.

Piensa que, además, cuando llueve, se forma barro y que el uso de hachas o espadas para cercenar miembros humanos provoca impredecibles salpicaduras de sangre. Toda esta suciedad luego se pega a la ropa, a los animales y a la gente, de modo que tus héroes deberían estar sucios en lugar de andar por ahí desprendiendo destellos dorados de sus armaduras.

Este consejo, que es válido para la suciedad física, lo es más aún para la suciedad moral.

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Las chicas también pueden jugar. Decía antes que la mayor parte del potencial público de tu novela estará formado por miembros de la raza humana. Como la raza humana está formada al menos en un cincuenta por ciento por mujeres, resulta fácil suponer que al menos unos cuantos de esos lectores serán tías. Es muy recomendable que los aspirantes a escritores de fantasía heroica hagan un esfuerzo para adentrarse en una realidad, como son las tías, que suponemos muy ajena a su vida cotidiana. Si éste es el caso no va a quedar más remedio que documentarse por los medios que sea preciso y crear unos personajes femeninos interesantes y creíbles a los que les pasen cosas más relevantes que ser raptadas por rufianes y rescatadas por caballeros.

La ausencia de personajes femeninos relevantes también sería un problema a la hora de negociar los derechos de la serie de la HBO, ojo con esto.

Bájales los humos a los magos. Cada vez que un mago obra un prodigio en una novela de fantasía, la credibilidad de la historia sufre un severo golpe. No sólo por el hecho obvio de que en el mundo real la gente no puede lanzar rayos de energía mística por la punta de los dedos, sino porque el recurso a la magia para explicar cualquier cosa es una solución chapucera propia de juntaletras vagos y descuidados. Por supuesto, queda la opción de pensar en un sistema mágico coherente e interesante, sujeto a las suficientes limitaciones como para que los magos no vayan por ahí arreglándolo como dei ex machinae, pero lo más común hoy en día es seguir el ejemplo de George R.R. Martin y eliminar la presencia de lo sobrenatural casi por completo. Nada atrae más al público de la novela histórica tipo Ken Follet que una intriga medieval en un mundo donde la magia es al menos tan residual como en el nuestro.

Abercrombie es un fiel seguidor de Martin en este asunto. Aún más que el propio Martin, me atrevería a afirmar, ya que mientras el barbudo va introduciendo cada vez más elementos sobrenaturales, los magos de Abercrombie, que en la Trilogía de la Primera Ley aún obraban algún milagro que otro, a estas alturas parecen haber llegado a la convicción de que no merece la pena usar la magia donde la mera razón instrumental debería bastar y andan por ahí intentando fundar un sistema financiero moderno.

Ponte en su lugar. En el peor de los casos, la fantasía épica está narrada en tercera persona por un narrador omnisciente que, para colmo de males, utiliza un impostado lenguaje arcaizante. Esto igual funcionaba muy bien en los 80, pero el lector actual prefiere estar algo más cerca de la acción, por lo que no te va a quedar otro remedio que abandonar la omnisciencia y adoptar el punto de vista de tus personajes. Pégate a ellos e informa al lector de lo que están viendo o pensando todo el rato. Esto no significa que debas acompañarlos al baño o describir todas las operaciones que realizan para ajustarse la coraza; para eso se inventó la elipsis y, si la gente recurriera a ella con más frecuencia, tendríamos novelas no mejores, pero sí más cortas.

Ya que estás metido en la faena de aproximar al lector a los personajes, haz el favor de acercarlos a ellos al lector de la forma más elemental posible: hazlos hablar y pensar como las personas normales que conocemos. Esto incluye, sobre todo, que usen un lenguaje parecido al nuestro.

Di tacos. Como consecuencia lógica de lo anterior, los personajes, que recordemos que ya no hablan como el Amo del Calabozo sino como la gente corriente, deben recurrir a la expresión malsonante siempre que sea preciso tanto en su discurso interior como en sus declaraciones públicas orales o de cualquier otro tipo. Sabrán que el castellano posee una envidiable riqueza léxica en el capítulo de ofender al prójimo o realizar juicios vulgares sobre su conducta sexual. Aquí se trata de explorar esa riqueza léxica y hacer que los pobladores de tu mundo juren como estibadores portuarios, blasfemen como endemoniados y escupan por el colmillo.

No confíes en nadie. En otros tiempos más simples e inocentes, los buenos eran sólo eso, buenos, y los malos eran malos. A lo mejor el mundo fantástico de tu novela permanece anclado en esos tiempos, pero desde luego, el de tus lectores no. En la actualidad, con las noticias transmitiéndose a la velocidad de internet, cualquier situación o personaje es susceptible de analizarse desde todos los puntos de vista posibles; desde muchos de estos puntos de vista los villanos no son tan viles ni los héroes tan esforzados. Las novelas de fantasía que lo petan hoy en día intentan reproducir este relativismo moral dotando a los protagonistas y antagonistas de unas motivaciones complejas y una buena carga de debilidades. Recuerda que estás intentando aportar realismo y objetividad, así que no caigas en el error de Tolkien, que nos mostró todo el conflicto épico sin ofrecernos en ningún momento el punto de vista de los orcos.

Cabezas en picas, un clásico de la decoración.
Las cabezas en picas vuelven a ser tendencia.

Las cabezas en picas nunca pasan de moda. Por todo lo dicho anteriormente ya habrá quedado claro que la guerra medieval era una situación desagradable y peligrosa, pero lo peor es que, cuando termina la batalla, el trabajo de tus ejércitos aún dista mucho de estar finalizado. Hay que purgar a la nobleza local, cuyas cabezas acabarán, con toda seguridad, adornando las almenas de sus castillos, confiscar los víveres y el ganado que puedan tener los aldeanos en su poder porque, aunque las huestes de Gondor parecían venir comidas de casa, la mayor parte de los ejércitos necesita comer y beber… y esto considerando únicamente los actos de violencia más o menos justificados.

Las postrimerías de las batallas son sobre todo la ocasión idónea para introducir escenas de tortura en la trama. Nada es más efectivo para sentar al lector en el borde de la silla.

Mata a tus protagonistas. En palabras del propio Abercrombie, cuando leímos la muerte de cierto personaje principal en Juego de Tronos, nos quedamos turulatos; hoy en día, pocos años después de aquello la muerte de algunos protagonistas parece ser poco menos que la norma de este tipo de libros. Esto aumenta la reacción emocional del lector, al que la muerte del héroe impresiona más de lo que lo haría la masacre de cientos de soldados desconocidos.

Además, pocas cosas matan tanto el suspense como leer una novela sabiendo en todo momento que no importan los peligros en los que se meta el prota porque está completamente asegurado que saldrá idemne de ellos o, a lo sumo, ligeramente mutilado. Hazles saber que nadie es imprescindible y pasarán miedo de verdad. Haz que les pasen las cosas más horribles a los personajes más nobles y serás aclamado unánimemente como un maestro de la trama.

La aplicación de este decálogo no garantiza en modo alguno que usted vaya a acabar escribiendo una novela como la de Abercrombie, ni mucho menos que se vaya a hacer usted rico gracias a ella. Si su novela resultaba ser una basura desde el principio, ahora tendrá la misma basura pero con más muertos y tacos porque lo que en realidad hace perdurable una novela de fantasía o de cualquier otro género es una cualidad mucho más elusiva que no se deja capturar mediante un burdo conjunto de reglas.

So say we all.

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