De verdad, quería que me gustar The Sea Eternal, sobre todo después del buen sabor de boca que me dejó The Stars Undying, pero es que se me ha hecho (guiño, guiño, codazo, codazo) eterno.
Con la muerte de Matheus Ceirran, todo el peso de la historia recae sobre Anita Decretan, el trasunto de Marco Antonio en este retelling de sus relaciones con Cleopatra. Aunque es un personaje muy atractivo, con sus idas y venidas, sus contradicciones y sus fuertes pasiones, no se puede negar que el relato se resiente por la ausencia de Julio César. Y el hecho de que el personaje que sabemos destinado a gobernar, Otávio Julhan se nos escamotee, dejándolo casi toda la novela como un personaje epistolar pero sin apenas presencia física es una tremenda decepción.
Las relaciones entre los personajes, tan fundamentales en la primera entrega de la saga, quedan aquí ocultas por la trama, una jungla narrativa tan enrevesada y misteriosa que ni con el machete más afilado se puede penetrar. Y lo que se va desenredando es apasionante, con referencias a viajes en el tiempo, inteligencias artificiales que requieren retroalimentación humana para seguir cuerdas, mentes colmenas… en fin, todo un compendio de tropos de ciencia ficción que deberían haber hecho las delicias de una admiradora del género como soy, pero que me ha sido imposible disfrutar.
The Sea Eternal es una novela muy densa de política ficción, tan ambiciosa en su planteamiento que a veces parece que se le escapa de las manos a Robin, con un uso indiscriminado del narrador no confiable y de los apodos y las abreviaturas para dificultar aún más la comprensión. No tengo duda de que el autor ha escrito un libro confiando en la inteligencia de sus lectores, pero quizá no todos estamos al nivel que se presuponía. Cada página traía un nuevo desafío y me temo que no he estado a la altura.
